“A tolerância — que, por assim dizer, admite Deus como uma opinião privada, mas Lhe recusa o domínio público, a realidade do mundo e nossa vida — não é tolerância, mas hipocrisia.” (Bento XVI. Homilia em 2/10/2005)
Hace varias semanas, me hicieron llegar a mi dirección postal en mi diócesis la carta que el Delegado Pontificio de los Legionarios de Cristo ha enviado a esa congregación. Metí la carta entre otros papeles para leer más adelante. Hoy, ya en Roma, he reencontrado la carta, de la que ya no me acordaba, la he leído y me gustaría hacer algunos comentarios que irán apareciendo a lo largo de los siguientes días.
El primer comentario es que creo que Monseñor De Paolis está haciendo las cosas bien, con prudencia, con conocimiento de las cosas. Si no lo pensara así, no escribiría estas líneas. Me callaría. Hacer las cosas bien, supone que siempre habrá algunos que piensan que no se está haciendo nada. Pero entre la nada y el todo, está la prudencia. Los proclives a dar golpes en la mesa y a reformar las cosas tirándolas abajo, no valen para un cargo así.
Monseñor De Paolis tiene un cargo extremadamente difícil. Unos le van a acusar de no haber comprendido el espíritu de la congregación y de querer cambiarlo todo. Otros le acusarán de no haber cambiado nada y dejarlo todo como está. Pero afortunadamente los que critican son gente tanto fuera de la Legión como fuera de Regnum Christi. Dentro apenas hay nadie que esté criticando. Si alguien lo hace es a escondidas y como algo excepcional. Y es que eso sí que es digno de elogio. La Legión ha sido obediente al Sucesor de Pedro aunque ello hubiera supuesto su misma supresión. Los legionarios no han puesto ninguna cortapisa al Delegado Pontificio. Aquí estamos, haga lo que tenga que hacer.
Francamente, eso muy pocas realidades eclesiales serían capaz de hacerlo con la sinceridad y obediencia que ellos lo han hecho. Y aun ha habido algunos (sobre todo periodistas) que querían que se disolviera la Legión. Menos mal que no les ha dado por anular cada diócesis allí donde ha habido un mal obispo, o cada parroquia allí donde ha habido un mal párroco. El heroísmo de la Legión ha sido digno del mayor de los elogios. Me gustaría ver a muchos de los que han criticado a los legionarios, en la misma situación para ver lo que ellos hacen. Todos los que pertenecemos a un presbiterio diocesano sabemos lo que le cuesta a un obispo hacer la más pequeña reforma. Basta que un grupo o un sector se sienta afectado, para que se pongan palos en las ruedas, se critique y se alce la voz contra el obispo día tras día. Nada de eso ha sucedido en la Legión. Muchos inocentes habrán llorado a solas por el sufrimiento del descrédito acarreado, pero después se han presentado virilmente ante el Delegado y han dicho: aquí estamos, haga lo que tenga que hacer.
Los Legionarios de Cristo II: La fidelidad
La fidelidad a una congregación (la que sea) es fidelidad a Dios. La Legión no pondrá ningún problema a que salgan de ella los miembros que así lo deseen, de eso estoy bien seguro. Si yo fuera legionario tendría un gran deseo de que todos aquellos que no tuvieran ganas de continuar salieran cuanto antes. Es más querría que salieran cuanto antes.
Pero muy a pesar de que yo tuviera esas ganas, cuando me preguntaran debería recordar que abandonar o no abandonar una congregación no es una cuestión moralmente indiferente. La Iglesia no dice: ambas posibilidades son iguales, elegid la que queráis. Y no dice eso porque no son iguales, pues las promesas hechas a Dios de servirle en una congregación, son promesas que obligan.
La Iglesia da la posibilidad de salir, pero la Iglesia no dice que ambos caminos son exactamente iguales a los ojos de Dios. Cada uno debe ser fiel a su camino.
Cada uno debe perseverar, aun admitiendo que hay casos en los que un religioso puede lícitamente salir de su congregación. Por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta pidió salir de su congregación para fundar una nueva. Tenemos también muchos ejemplos de religiosos que han sido movidos por Dios para salir de su congregación, para entrar en otra más estricta.
Pero aunque haya excepciones, en principio, como norma general, uno debe perseverar en el camino al que fue llamado. Las razones por las que uno puede hacer votos solemnes en una congregación son muy variadas, algunas aparentemente muy humanas o fortuitas. Pero al final el lugar donde uno profesa, es el lugar adonde uno ha sido llamado por Dios. Insisto, esa llamada es divina por más que las razones para llegar a ese sitio puedan parecer meramente humanas y no divinas. Pero aunque uno llegara a un sitio por razones completamente humanas, la profesión solemne es algo divino, es un holocausto, una inmolación. La persona deja de pertenecerse para entregarse enteramente a la Divinidad. Uno abandona su propia voluntad para entregarse a Dios en ese camino. Un voto solemne es un arrojarse al abismo de amor del Ser Infinito. No exagero lo más mínimo cuando digo que es eso un voto solemne. Si alguno alberga una idea más mediocre de lo que es un voto solemne, jamás deberá emitirlo. El voto solemne o es entrega total cuando se profesa, o será un desastre.
Las dudas, la insatisfacción, comienzan a aparecer cuando se comienza a verlo todo de un modo humano de nuevo. La entrega puede ser total al principio, y después albergar ciertas restricciones después. Esas restricciones cambian el modo de mirar la propia congregación. Y así lo que antes parecía una legión de Jesucristo, ahora aparecerá como una asociación humana con fines humanos. Es decir, se ven con ojos terrenos las realidades que tienen que ver Jesús y sus seguidores. Pero si ese proceso de humanización continúa, también la diócesis a la que uno vaya aparecerá bajo esa luz que ya no es sobrenatural, y al final hasta la misma Iglesia acaba viéndose como una multinacional.
Los Legionarios de Cristo III: La palabra que sale de la boca
En la Iglesia debemos intentar no crear contraposiciones, como bien decía en su carta Monseñor De Paolis. Por el contrario, debemos intentar unir, colaborar, crear buen ambiente, contribuir, aportar, empujar en la misma dirección. Decir las cosas, aportar, ser sinceros, hacer comprender al hermano el defecto que le afea, pero todo con caridad, con amor, intentando no hacer daño.
Unas cosas deben decirse en público, como si de un concilio se tratara, porque de la conversación muchas veces sale la luz. Pero otras cosas, por su misma naturaleza, hay que decírselas al interesado en privado, jamás, ¡jamás!, en público so capa de que es por su bien. Otras cosas, también por su misma naturaleza, hay que decirlas al superior, pues ya nada se puede esperar de la corrección fraterna.
La palabra puede ser medicina o puede ser puñal. En boca de unos daña, en boca de otros sana, conforta, es como un bálsamo.
Debemos entender que todos vemos las cosas de un modo parcial. Cuántos creen tener la verdad total y absoluta sobre asuntos opinables. ¿No nos acordamos de cuántas veces nos hemos equivocado en nuestra vida al juzgar?
Debemos abrirnos al otro, debemos abrirnos a lo que piensa el otro. Qué triste es intentar prevalecer. ¡Yo tengo razón!, dice el necio en su interior. El hombre sabio duda de sí mismo, escucha y se somete incluso cuando las cosas no son como le gustan. Someterse, sí. Una palabra fea a los oídos de algunos. Pero en la vida religiosa no cabe otra posibilidad. Los sacerdotes seculares lo hacemos con nuestro obispo. Incluso los laicos deben obedecer de acuerdo a los parámetros de su estado.
Los Legionarios de Cristo IV: La confianza de los miembros en la propia congregación
A ningún fraile se le obliga a confiar en una orden religiosa. Tampoco a ningún legionario se le obliga a confiar en sus superiores. Con que obedezca cumple lo mínimo.
La desconfianza, a veces, nace de la inteligencia. La inteligencia percibe cosas y deduce que no puede confiar. Pero muchas otras veces la sospecha, la desconfianza, son siembra siniestra del Maligno. Del Tentador que extiende la maledicencia a través de los pecados de la lengua.
Aquellos legionarios que queden anclados en el tiempo pretérito, que miren una y otra vez sólo y exclusivamente los errores del pasado, no avanzarán, no vivirán felices.
A nadie se le obliga a tener confianza, pero sembrar la desconfianza es un pecado: en una congregación, en una parroquia, en una familia.
Los Legionarios de Cristo V: Respecto a la reglamentación y la praxis
Es indudable que la congregación se halla en un proceso de reforma. En cierto modo, la Iglesia también. Hasta yo mismo intento estar en continuo estado de renovación, mejora y cambio.
La palabra reforma no significa que todas nuestras seguridades quedan en entredicho hasta que acabe el proceso de renovación. Y lo que desde luego no significa la palabra reforma es que a partir de ahora la obediencia no será tan estricta. Resulta impensable en un religioso la idea de que la obediencia debe ser diluida. Para eso era mejor no haber entrado en ninguna congregación. Fuera de la vida religiosa existe toda la libertad del mundo.
La obediencia no está reñida con el diálogo. Cuánto más diálogo mejor. La obediencia no está reñida con decirle al superior lo que uno piensa. A veces al superior hay que decirle con toda claridad que tendrá que dar cuentas a Dios de sus decisiones. Recurrir al superior del superior a veces es un imperativo de conciencia. El que sigue el camino adecuado siente paz en su alma. El que va murmurando por las esquinas está intranquilo en su corazón.
La Legión como obra de Dios
Monseñor De Paolis escribe: La Legión ha sido aprobada por la Iglesia y no puede no ser considerada como una obra de Dios.
Cuando a lo largo de mi vida me han preguntado: ¿Qué piensa usted del Opus Dei? ¿Y de los neocatecumales? ¿Y de los carismáticos? ¿Y de Comunión y Liberación? Mi respuesta siempre ha sido la misma: Si tal cosa ha sido aprobada por la Iglesia, ES parte de la Iglesia. Yo no puedo condenar lo que la Iglesia ha aprobado.
Eso no significa que todo en esas instituciones sea perfecto. Seguro que hay cosas buenas y malas en sus integrantes, o aspectos en las mismas instituciones que deben ser mejorados o reformados. Pero tales instituciones como tal son buenas. Quien a vosotros oye, a mí me oye, les dijo Jesús a los Apóstoles. Si los sucesores de los Apóstoles me dicen que una institución es buena, punto final.
Todos estamos acostumbrados a escuchar a tal o cual cristiano criticando al Opus Dei, a los carismáticos o a tal o cual institución. A veces hasta resulta de buen tono criticar un poco. Pero no obraron así San Juan de la Cruz, el Cura de Ars, Santa Teresa de Lisieux o la Madre Teresa de Calcuta.
En una comunidad religiosa se puede mantener entre sus miembros al que tiene una debilidad (sea el alcohol o la adicción a Internet), se le puede mantener para ayudarle. Pero nunca se puede mantener al murmurador. Al sembrador de cizaña hay que abrirle la puerta cuanto antes para que salga. Si está descontento, ¡pues que salga!
La Legión se fundó para la gloria de Dios y el bien de las almas. Y esa labor no está por hacer. Se ha hecho y se hace.
El mal cometido por alguno de sus miembros ha sido muchísimo menor que el bien realizado a millones de almas.
Los medios para hacer ese bien a veces requieren fundar colegios, buscar dinero, o pedir a bienhechores. A ver si se piensan algunos que la Madre Teresa de Calcuta logró hacer bien a los pobres sin el concurso de eso que llamamos dinero. Para hacer el bien a las almas y a los necesitados se necesita dinero. Por lo menos en este planeta eso es así.
La responsabilidad de los superiores
Muchos me manifiestan sus dudas sobre los superiores de la Legión. Sobre este asunto mi postura es muy clara: dejemos que la Iglesia haga su trabajo. Es la Iglesia la que tiene el encargo de juzgar si alguien fue culpable de algo. Yo no tengo toda la información. Ni la información, ni el tiempo para investigar, ni los medios para llegar a las conclusiones justas. Si alguien sabe algo, que lo denuncie por los cauces reglamentarios. Denunciar es una obligación de conciencia. Ir propalando rumores (me han dicho..., sospecho que..., me ha llegado a mis oídos...), eso no construye, destruye.
Los sucesores de los Apóstoles tienen el deber de juzgar, aunque no quieran hacerlo. Y para ello deben investigar, dedicando a ello todo el tiempo que sea necesario. Un Sucesor de los Apóstoles DEBE juzgar. Para ello debe llegar hasta el final, y debe ser consecuente en la labor de limpiar la Casa de Dios llegando hasta sus últimas consecuencias. La labor de investigar debe ser minuciosa, justa y férrea.
Para un sacerdote que ha caído en una tentación con una mujer, cabe la misericordia, cabe decir: venga, levántate y no peques más. Para un sacerdote que ha caído en el vicio del alcohol cabe que el obispo le ayude a salir de eso, sin usar la justicia, sino la caridad. Pero ante otros pecados no sólo no cabe mirar a otro lado, sino que se debe defender la viña de Dios de los zorros.
El robo, la pederastia, ciertas complicidades, determinadas omisiones, por citar algunas cosas, deben ser investigados. Son trabajo del obispo, un deber. No es algo que se haga si se tiene tiempo o si le parece bien, es un deber que si no se realiza se cae en culpabilidad grave. Esto no lo dicen los actuales documentos, lo decían los viejos manuales de moral. En realidad, todo estaba escrito en ellos. No hemos descubierto nada nuevo.
Conclusión a la Carta de Monseñor De Paolis
¿Hemos visto algo en los acontecimientos del Padre Maciel que no hayamos leído en la Biblia? Todo suena a conocido. Se ha repetido miles de veces, decenas de miles de veces, a mayor o menor escala. ¿Por qué suceden estas cosas? Por el pecado. ¿Cuál es el remedio, la solución, el camino de salida? La virtud.
La reforma no requiere de medidas complicadas. Con el ejercicio de la virtud una congregación se construye. Con la permisión de lo que no es recto, hasta las casas más sólidas han caído. La solidez de la casa de la Legión ha quedado comprobada. Otras se hubieran resquebrajado por todos sus muros.
La Legión es algo bueno, es algo querido por Dios, es una obra de Cristo. El Fundador de la Legión, en espíritu, llevaba ya buena parte de su vida fuera de la congregación. La Legión y Regnum Christi fueron levantados por muchos hombres y mujeres que dieron su vida por seguir una llamada a construir el Reino de Dios sobre la tierra. La llamada provenía de Dios, aunque el mensajero inicial cayera abatido en esa batalla espiritual.
No debemos sentir ningún mal sentimiento hacia el Padre Maciel. Fue víctima de sus propios pecados. Seguro que él sufrió más que nadie. Pues el que hace el mal sufre más, creedme, que el que lo sufre. Ahora lo que hay que hacer no es no mirar al pasado, sino por el contrario mirarlo y reflexionar para que cada uno saque sus propias conclusiones para su vida personal. La vida del Padre Maciel no es algo a ocultar, sino una gran enseñanza para todos. Su vida nos muestra como estando llamados a la excelsitud de la vida mística, podemos caer en el lodo, y finalmente llevar una vida doble, dividida, falsa y por tanto sufriente. Nadie sufre más que el que hace el mal. No hay mejor vida sobre la tierra que la de la virtud, la vida en Cristo.
Como el profeta Elías, los legionarios deben tomar ese alimento espiritual traído por manos de ángeles, y ponerse en camino y aprestarse para una lucha que se libra con las armas del espíritu. El Señor que comenzó esta obra buena, la llevará a término. Amén.
Palavras de D. Pestana ao EpiscopadoAnápolis, 11 de agosto de 2010
Caros irmãos no Episcopado,
Suportem-me, que o menor dos irmãos lhes possa dirigir uma palavrinha amiga, mas angustiada de quem se prepara, temeroso, para partir.
Pelo amor de Deus! Estamos diante de uma situação humanamente
irreversível. A América Latina, outrora “Continente da Esperança”, como a saudava João Paulo II, hoje mergulha na ante-câmara do terrorismo vermelho, aliás, como prenunciava aos pastorinhos de Fátima a Senhora do Rosário.
Podem parecer, a essa altura, resquícios de uma idade de trevas, mas tudo acontece como se ouviu em dezembro de 1917 (“a Rússia comunista espalhará seus erros pelo mundo, com perseguições à Igreja, etc.”). Assusta-me a corrupção dentro da Igreja, o desmantelamento dos seminários, a maçonização de Cúrias e Movimentos.
Horroriza-me a frieza com que olhamos tal estado de coisas. Somos pastores ou cães voltados contra as ovelhas? Somos ou não, alem disso, cúmplices de uma política atéia empenhada em apagar os últimos traços da nossa vida cristã?
Perdoem-me, mas não poderia deixar de falar, sem me sentir infiel à minha consciência e à minha Igreja.
Parabéns a Dom Luiz Gonzaga Bergonzini e a Dom Henrique Soares da Costa.
In Xto et Matre,
Dom Manoel Pestana Filho Bispo Emérito de Anápolis
Não é de todo desconhecido que possuo profundas reservas quanto à segunda fase do grande pensador católico Alceu de Amoroso Lima, o Tristão de Ataíde. Sua produção inicial, mais influenciada por Jackson de Figueiredo, é indiscutivelmente ortodoxa, sua etapa intermédia uma mescla já com influências da melhor filosofia de Jacques Maritain, e, por fim, acaba por renunciar à doutrina da ordem para defender uma espécie de utopia do mundo moderno, de um humanismo com coloração um tanto esquerdista.
De qualquer modo, escrevendo sobre suas próprias mudanças, Alceu tece uma frase que é de uma sabedoria ímpar congregada a uma brutal analise da realidade: “Não é de entusiasmo gesticulador que precisamos, mas de entusiasmo interior, dessa força de convicção que se traduz em atos e cujo esplendor é a perseverança.”
Penso nenhum reparo ser lícito fazer a tal assertiva, verdadeiramente bombástica ao tartufo coração do homem moderno.
Se, por um lado, pelos erros de um socialismo juvenil, muitos acabaram por denegrir as formas, despreocupando-se do exterior como se prescindível fosse, não se deve negar o exagero contrário. Ao mero culto do sentir, responsável pela deformação da vontade e dogmatizado na frase de toque “o que importa é o interior”, outro extremo é anteposto: a “heresia da ação”, como bem traduzia, em brilhante síntese, Plínio Corrêa de Oliveira.
Em não desprezível número, alguns fiéis, rompendo com essa perniciosa visão romântica da vida católica, aderem, sem reflexão, a esse segundo equívoco. E a internet facilitou-lhes a disseminação.
Convertendo-se com a velocidade de um relâmpago – o que é possível, não o negamos, com a ajuda da graça –, pensam ser já versões atuais de Santo Tomás de Aquino ou Santo Agostinho. Jovens, com pouca formação humanística, ao invés de desconfiarem de si mesmos, julgam ter uma missão superior de corrigir as estruturas heréticas infiltradas nos ambientes eclesiásticos. E isso sem nenhuma ou pouca vida interior, sem um sentido de vivência pastoral prática.
Piores casos são aqueles, entretanto, em que já pensam ser uma Santa Catarina de Sena escrevendo cartas ao Papa instando-o a sair de Avignon e retomar seu trono em Roma. Ou, então, apresentam-se como símiles de Santo Atanásio, afirmando-se perseguidos por tudo e por todos por causa da ortodoxia.
Quando falta aquele vigor interior de que nos falava Alceu, surgem as megalomanias práticas. Não que um santo do porte de um Atanásio, na luta pela ortodoxia, ou de um Tomás, no ensino da verdade, não possa hoje ser despertado por Deus. A questão é bem outra: aqueles santos desconfiavam de si mesmos, e ainda que tenham desempenhado uma tarefa sublime, não a imaginavam como sendo sua. E alguns desses “católicos de internet”, conhecedores em tudo de cada linha do Concílio de Trento, sabedores de cada vírgula apontada pelo Pe. Penido, ou decoradores da Suma, ainda que se digam humildes e sejam sinceros, será que não manifestam, por inconsciente que seja, alguma ponta de exagero apostólico?
Que as idéias sejam católicas é um grande objetivo. Sejam, entretanto, decorrência natural de um catolicismo na vida. A coerência de vida e o exercício das virtudes são o norte. A freqüência aos sacramentos bem celebrados como meio de santificação e não como sentimento de pertença a um grupo de puros e escolhidos, nos dá um sinal da verdadeira vida interior.
Como bem disse um amigo, em uma conversa informal, a dificuldade existe porque existem pessoas “que são metidas a falar do que aprenderam lendo alguns manuais de teologia. O problema é que essas ideias são postas de forma confusa, pois não se está aprendê-las num seminário. E muitas vezes se requer uma série de cuidados ou uma gama de conhecimentos encadeados para que possam chegar aos leitores livres de qualquer sabor de heresia.”
O remédio já o dava Alceu, como o dava Santo Inácio: vida interior. Mas vida interior profunda, robusta. E por robusta entendemos saudável, grande, não gorda, excessivamente musculosa e inchada. Não é de “Rambos” espirituais que a sociedade precisa para ser curada em sua mortal enfermidade, mas da delicadeza, aliada a um profundo sentido de missão, sem renegar a humildade, de uma Santa Teresinha. O apostolado, ensinava Dom Chautard, tem por alma a oração.
Como falarei DO Senhor, se não falar COM o Senhor?
Não se pode ser católico só no revestimento exterior, ou achar-se suficientemente piedoso por saber meia dúzia de anátemas. De nada vale decorar o Denzinger e considerar-se apto a julgar se Fulano é validamente Papa ou se tal disposição canônica ou teológica é contrária à Tradição e ao Magistério “de sempre”, sem vida interior autêntica. Aliás, essa o desprezo por essa vida interior, a pretexto de que os sacramentos são inválidos, é a raiz do maior afundamento na lama... Não espanta que, sem a graça, o protestantismo seja o desembocar desse catolicismo auto-suficiente, como a “reversão” de muitos já deu prova.
Saindo da infância, o homem busca se afirmar. Adota um estilo, frisa suas opiniões, “marca território”. Tenta o adolescente, a todo custo, deixar seu sinal no mundo, para que o reconheçam os pósteros.
Essa busca por identidade, todavia, não é seu privilégio. É próprio do ser humano certa individualidade, que o distingue dos demais de sua espécie. Talvez seja um modo de exteriorizar aquela característica da alma espiritual e imortal que lhe foi dada pelo Criador: a liberdade.
E, pela liberdade, se garante espaços para características que são só suas e, por outro lado, preserva o que lhe é comum com os outros homens, há certa classe de signos distintivos que estão no meio do caminho. Não sendo meramente pessoais, também não são difusos ou pertencentes a todos.
Aqui reside a identidade do católico. Por certo, um católico se distingue de outro católico em inúmeros pontos: beleza, altura, gordura, opiniões políticas, formação intelectual, classe social etc. Compartilha com outros seres humanos, de outra sorte, mesmo não-católicos e até mesmo inimigos da religião, certas outras qualidades: vontade livre, dignidade intrínseca, razão, capacidade de decidir-se pelo bem, atração pelo belo, direitos e deveres. Determinada casta de predicados, como dissemos, por estarem “no meio do caminho”, formam, todavia, a identidade católica, por não serem meramente individuais de um católico, sem que compartilhe com outros, e, ademais, por também não serem daquela categorias ontológicas a todos.
Há, então, sinais constitutivos de uma identidade católica, como que a bandeira de uma nação facilmente reconhecível. Esse sinais, se distinguem o católico dos demais homens, o ligam a outros de sua mesma fé. Marcam a diferença do católico para o não-católico, enquanto estabelecem uma sobrenatural similitude para com quem professa seu mesmo catolicismo.
Assim que, faltando essa identidade, poderíamos até estar diante de um católico no sentido canônico – “sujeito à autoridade da Igreja” – ou teológico – “batizado” –, porém dificilmente naquela definição mais concreta, real, palpável.
Nosso mundo, vê-se, está cada vez mais sedento de identidades caracterizadoras. Ele arde por um ideal. E, nalguns casos, quanto mais heróico, quanto mais sacrifícios pedir, tanto melhor para as almas que nasceram não para o prazer, senão para o dever. É pela clareza da exposição de idéias, por equivocadas que estejam, que os extremismos islâmico, comunista, e mesmo a renascença nazista, alcançam a muitos, até mesmo jovens.
A resposta católica a tudo isso seria o relativismo doutrinário? Atrairemos almas em busca da verdade, oferecendo a mentira de uma doutrina adocicada? Enfraqueceremos aquilo que nos identifica quando é exatamente isso que nos une?
Católicos, urge não tentar a impossível tarefa de flexibilizar o imutável, ou de recriar uma doutrina que não é nossa, mas de Cristo. Nossa missão não é essa! Modificando o que cremos, o que pensamos, o que sentimos, o que rezamos, apenas para contentar as massas, não só não teremos êxito no sadio proselitismo, como condenaremos a nós mesmos ao sucumbir à falsidade e à hipocrisia.
O que nos resta é fortalecer o que nos é mais caro, o que nos diferencia do não-católico, e o que nos irmana ao outro católico. E isso sem a menor pretensão de excluir o não-católico, porém justo o contrário: atrai-lo pela coerência de vida, e pela prática extremada da caridade.
A identidade católica reside no amor inquebrantável a Deus sobre todas as coisas, mais do que a nossas opiniões, mais do que a nossos prazeres, amando o que Deus ama, e odiando o que Deus odeia. E desse amor a Deus deve, cogentemente, germinar um irredutível amor ao próximo.
Reside, outrossim, naquele devotamento filial e terno à Mãe de Deus, a Santíssima Virgem Maria, e naquela confiança aos que, antes de nós, professaram, por primeiro, a fé católica: os santos. Uma imitação à sua fidelidade, e um encomendar-se contínuo à sua intercessão, devem marcar cada passo de nossa vida.
Enfim, a unidade absoluta no seguimento da mesma fé e na obediência ao mesmo Papa, devem distinguir o católico “de longe”. – Lá vai o papista! – dirão alguns. Que seja! Papistas somos: estamos com o Sucessor de Pedro. Não somos desse time que, aos namoricos com o mundo, tenta ser católico com esses critérios relativos e passageiros. Ou se é católico com os critérios de Cristo e da Igreja, ou não se é nada. Católico que adota os critérios mundanos, abandonando os cristãos, não é católico. Simples assim. Claro assim. Cristalino. E paradoxal e surpreendentemente fácil.
Em tudo o que for opinável, tenhamos opções diversas. Não temos, como católicos, uniformidade no discutível. Aqui reside a liberdade em Cristo, para a qual também Ele se sacrificou na Cruz do Calvário. Sem embargo, liberdade não é habeas corpus preventivo para a licenciosidade, sob pena de transformar-se em passaporte para o inferno.
Marque a vida do católico o que sempre foi mais estimado à expressão de sua espiritualidade: o terço rezado com piedade, a defesa apaixonada do Sumo Pontífice, a união com seu Bispo, a reverência para com os sacerdotes (e quantos deixam de lhe beijar a mão e pedir a bênção...), o portar-se, para os clérigos, de batina ou com o colarinho romano, o amor ao hábito religioso, as procissões, a freqüência aos sacramentos, a visita aos templos, à Missa dominical e, se possível, diária, assistida não com palminhas-de-são-tomé, e sim com aquela compunção de quem está diante do sacrifício do Madeiro. Seja seu distintivo o pensar com a Igreja, o crer com a Igreja, o agir com a Igreja. E, como ensina Santo Inácio, o sentir com a Igreja.
Queiramos, apaixonadamente, a glorificação de Deus, a dilatação do catolicismo, a salvação das almas, a conversão dos pecadores.
Ler o Papa, rezar pelo Papa, estar com o Papa. Amar o Papa, amar a Virgem, amar a Cristo, amar as almas. Interessar-se pelo que interessa a Deus.
Há coisas que pertencem a cada alma. Nem todos são chamados a determinados sacrifícios. Nem todos são padres. Nem todos consagrados. Nem todos de Missa diária. Isso não faz um católico melhor que outro. Nem o distingue dos demais naquilo que deve ser uno.
O que foi exposto, todavia, é o básico, o uno, o programa mínimo de reforma de vida e de santificação pessoal. É isso que faz o católico: reza, ama a Deus, ama ao próximo, vai à Missa, se confessa com um sacerdote (em que pese os confessionários abandonados...), estuda a doutrina, dá bom exemplo, diverte-se com sadia alegria.
Queremos recuperar nossa identidade católica, para desfraldar bem alto o estandarte de nossa fé? Comecemos pelo que nos foi tirado, inclusive e infelizmente, até por membros da Igreja: o amor ao Santo Padre, o Papa, a unidade na fé, o confessionário, a Missa conforme o Missal (e não conforme a última teoria eclesiológica, ou a vontade do padre-cantor do momento, o crivo do teólogo da libertação de renome), o véu, o terço, a casula, o latim, o canto gregoriano.
Não tenhamos vergonha de nosso patrimônio. Jogar fora tudo isso equivaleria a dilapidar o legado que um rico pai deixou a seu filho.
Tempos de luta os nossos. Não nos entrincheiremos. Saiamos a campo. Os rosários quais baionetas. As batinas, hábitos, véus, “roupas de Missa” e, principalmente, a graça batismal (a veste da parábola), como fardamentos. O ostensório com o Santíssimo e a imagem da Virgem equivalentes às bandeiras pátrias. Os cânticos multisseculares da Igreja de Cristo como hinos de guerra. E o latim, por fim, como letra do brado que nosso peito deve sair com todas as forças, com toda a vontade, com toda a entrega, com toda a alma.
“Gloriem-se, portanto, todos os féis cristãos de estar submetidos ao império da virgem Mãe de Deus, que tem poder régio e se abrasa de amor materno.” (Papa Pio XII, Encíclica Ad Caeli Reginam, 41)
O Reinado de Cristo – esferas pessoal, espiritual, temporal e cósmica
Cristo Senhor é, por sua natureza divina, Rei do universo. Por Ele tudo que foi feito e sem Ele nada do que foi feito se fez, como diz a Igreja. Sendo Deus, Criador, não lhe poderia escapar a soberania sobre as criaturas.
Ao se Encarnar, todavia, Cristo, assumindo nossa natureza humana em tudo, exceto no pecado, conquistou o direito de realeza também segundo a carne. Reina por sua Paixão no trono da Cruz, mediante a qual conquistou, ensina a Igreja, a graça santificante para a salvação dos homens. Ao ressuscitar no terceiro dia, segundo as Escrituras, como fala o Credo Niceno-constantinopolitano, Cristo consagrou sua condição de Rei, o que será manifestado de modo universal quando dos eventos do último dia. A realeza de Jesus Cristo enquanto Deus e enquanto homem é doutrina inconteste do catolicismo, proclamada pela Bíblia e pela Tradição Apostólica, confirmada também pelo Magistério.
Tal Reinado de Cristo se dá, segundo a Encíclica Quas Primas, de Pio XI, em 1925, e os comentadores eclesiásticos, sobre quatro fundamentais esferas.
Primeiro, Cristo reina nas almas: pela onipresença divina, nas de todos os homens e, mormente, pela inabitação da graça santificante, nas que lhe são fiéis. E, para que esse Reinado passe do direito ao fato, precisam os homens, segundo o mesmo Papa, conformar sua vida a Cristo, para que Ele reine nas suas inteligências, nas suas vontades, e nas suas emoções, assim como nos seus corpos, como decorrência do reinado nas almas. Assim, poderíamos resumir que a primeira esfera na qual Cristo deve reinar é a pessoal.
Depois, Jesus Cristo reina na esfera espiritual: se a Igreja é a sociedade religiosa fundada pelo Senhor para a salvação do mundo, destinada a ministrar seus sacramentos e a pregar e conservar sua Palavra e seus ensinamentos, é natural que, já que Ele reina nas pessoas que a compõem, como reina em toda a humanidade de pleno direito, exerça seu império também sobre a própria Igreja. Não é à toa que diversas passagens do Evangelho, ao se referirem à Igreja, dão a ela a denominação de Reino de Deus (cf. Mt 13, 31-32.47-48).
Por sua vez, como as almas e a Igreja estão no mundo, e os homens, além de fiéis da sociedade religiosa, são súditos de uma autoridade constituída sobre a sociedade civil, deve Jesus reinar igualmente sobre a esfera temporal, de modo que as leis seculares, se dadas em um contexto cristão, se coadunem com a fé. O Estado e Igreja devem manter sua soberania e sua independência um do outro, mas trabalhar em conjunto nos pontos comuns, unindo-se, sem se confundirem, é o que ensina a doutrina social católica, quando os súditos civis são os súditos religiosos, para que a lei estatal não fira a lei eclesiástica e a divina. E mesmo nos Estados soberanos sobre sociedades não católicas, um mínimo de respeito à moral, que é essencialmente natural e racional, deve ser observada pela autoridade.
O Reinado de Cristo, enfim, se estende por todo o mundo: as pessoas, a Igreja, a sociedade secular, os animais, os vegetais, os planetas, as estrelas, os anjos e também os demônios – ainda que estes não se submetam, devem dobrar seus joelhos conforme a Escritura: Fl 2,10. É o Reinado Universal de Jesus Cristo, ou cósmico, tão caro aos orientais, que representam o Senhor com o ícone do Pantokrator.
O dogma da Assunção da Bem-aventurada Virgem Maria e sua realeza
Da relação entre a dignidade régia de Maria Santíssima e o dogma de sua Assunção aos céus, nos fala o Concílio Ecumênico Vaticano II:
A Virgem Imaculada, preservada imune de toda a mancha da culpa original, terminado o curso da vida terrestre, foi elevada ao céu em corpo e alma e exaltada por Deus como Rainha do universo, para assim se conformar mais plenamente com seu Filho, Senhor dos senhores e vencedor do pecado e da morte.[1]
Em 1950, o Santo Padre Pio XII proclama, diante de uma multidão de sacerdotes, religiosos e fiéis do mundo todo, o dogma, tão aguardado, da Assunção da Virgem Maria aos céus, em corpo e alma.
Trata-se do reconhecimento oficial de um sentimento de fé que nos chega do início do cristianismo, já celebrado, em seus albores, com a festa da Dormição da Mãe de Deus.
Por outro lado, é uma consequência natural de outro dogma: o da Imaculada Conceição de Maria, pelo qual se afirma que, no instante de sua concepção no seio de Santana, sua mãe, a Virgem foi preservada por Deus da mancha do pecado original. De fato, Pio IX, em 1854, se expressa da seguinte maneira, em latim, por sua Bula Ineffabilis Deus:
(...) [D]eclaramos, pronunciamos e definimos que a doutrina que sustenta que a beatíssima Virgem Maria, no primeiro instante da sua Conceição, por singular graça e privilégio de Deus onipotente, em vista dos méritos de Jesus Cristo, Salvador do gênero humano, foi preservada imune de toda mancha de pecado original, essa doutrina foi revelada por Deus, e por isto deve ser crida firme e inviolavelmente por todos os fiéis.[2]
Se Maria é livre do pecado original, como não estaria já ressuscitada? A separação entre corpo e alma, entre a matéria e a forma, não é uma pena pelo pecado original, como nos ensinam os teólogos? Desse modo, do dogma da Imaculada Conceição, em profunda e delicada harmonia, surge o dogma da Assunção: reconhece a Igreja, pela suprema autoridade do Romano Pontífice, tendo consultado o orbe católico, que a mesma Mãe de Deus que foi preservada do pecado subiu aos céus não só em alma, mas em corpo.
A Constituição Munificentissimus Deus, de Pio XII, adota as seguintes e inequívocas palavras sobre o tema:
[P]ronunciamos, declaramos e definimos ser dogma divinamente revelado que: a imaculada Mãe de Deus, a sempre virgem Maria, terminado o curso da vida terrestre, foi assunta em corpo e alma à glória celestial.[3]
Ora, estando Maria nos céus desde o instante em que findou sua vida terrena, não pode estar lá sem a condição de reinar com Cristo, seu Filho. Todos os dogmas marianos apontam para a realeza da Virgem Maria.
Em primeiro lugar, é Mãe de Deus. Se Maria é Mãe de Cristo e Ele, em virtude da União Hipostática, é Deus e homem ao mesmo, a Virgem é Mãe de Deus, conforme definiu o Concílio Ecumênico de Éfeso, contra os nestorianos. Admitir que Maria não seja Mãe de Deus equivaleria a separar tão radicalmente as naturezas humana e divina de Cristo que restariam duas pessoas no mesmo Salvador, em uma espécie de “esquizofrenia cristológica”. Jesus Cristo, Deus e homem, é Rei de todo o universo, já o vimos. E Rei por sua natureza divina, dado que é Deus, desde todos os séculos, e por sua natureza humana, por ter conquistado no trono da Cruz sua realeza e sua chefia de toda a humanidade perante Deus, qual novo Adão. Do mesmo modo, Maria, Mãe do Senhor, Mãe do Rei Jesus Cristo, é Rainha. De modo muito admirável, Nossa Senhora participa da realeza de Cristo, como menciona São João Damasceno, em uma de suas homilias sobre a Dormição: “Aproxima-te, ó Mãe, de teu Filho, aproxima-te e participa do poder régio daquele que, nascido de ti, contigo viveu na pobreza!”
Por sua vez, é também o dogma da Virgindade Perpétua um indicativo da realeza mariana. Permanecendo íntegra para melhor atender seus anelos de consagração, Maria constitui-se em uma mística Esposa do Espírito Santo. Como a esposa de Deus, que é Rei pela própria natureza, não compartilharia o reino? É bem verdade que não pertence esse reino por direito a Maria, como também não pertencem de direito os reinos da terra às rainhas que assim se constituem pelo casamento com os monarcas hereditários. Sem embargo, são essas esposas de reis também rainhas, mesmo que não descendam da casa real governante. Do mesmo modo, Maria não é rainha pela natureza das coisas, e sim por divina disposição. A realeza de Maria, Virgem desposada pelo Espírito Santo, se dá na ordem da graça: por ela, a Mãe de Deus é coroada. “Maria é Rainha do céu e da terra por graça, como Jesus Cristo o é por direito natural e de conquista.”[4]
Como terceiro dogma mariano, temos o da já mencionada Imaculada Conceição, e este também se relaciona com a dignidade real da Virgem Maria. Não tendo pecado, nem o original, tampouco os pessoais, Maria é a nova Eva, como Cristo é o novo Adão. Como novo Adão, Cristo é o nosso chefe, e, mesmo em sua natureza humana isoladamente considerada, o Rei da humanidade. De igual sorte, Maria, nova Eva, também nos representa, não por seus méritos próprios apenas, mas pela salvação antecipada de Cristo na Cruz que lhe foi ofertada em previsão do sacrifício vicário, no instante de sua concepção. E, como nova Eva, é também nossa Rainha. Por conta de sua Imaculada Conceição, intercede eficazmente junto de Cristo, o Rei, e é chamada por isso Rainha, como prefigura o salmista: “À vossa direita se encontra a rainha, com veste esplendente de ouro de Ofir.” (Sl 45,10)
Enfim, por ter sido assunta aos céus, objeto da quarta definição dogmática relativa a Maria, a Virgem é coroada por sua elevação e acolhida no céu. Anjos, santos e o próprio Jesus a coroam, como refletimos na tradicional recitação do rosário, desde tempos imemoriais.
Não podemos deixar de notar, enfim, que, pelo Batismo, todos nos incorporamos a Cristo e à Igreja, seu Corpo Místico, recebendo dignidade sacerdotal, profética e régia. Todos, nesse âmbito da soteriologia, somos reis com Cristo, pois conquistados com sangue real – mística e de fato, pois Cristo é, pela carne, descendente da Casa de Davi, rei de Israel. Se todos os cristãos são, de certo modo, reis, em virtude da realeza de Jesus, como não seria rainha aquela que participa de uma maneira ainda mais excelsa da Pessoa de Cristo? Se nós somos pela graça o que o Verbo é pela natureza, Maria, cheia de graça, conforme o relato evangélico, é ainda mais íntima do Senhor. Nós, meros irmãos de Jesus pela graça somos reis. Mais direito à dignidade régia tem Maria, que de Jesus, o Rei, é Mãe. Sua íntima participação na Redenção de Cristo, inclusive com Ele sofrendo, ela que é Mãe das Dores, lhe confere esse título de Rainha.
Ademais, se todos os fiéis possuem dignidade real pela graça e sua incorporação a Cristo, Maria, sendo Mãe do Corpo Místico, é mãe de reis e, desse modo, igualmente rainha. A Virgem, concebendo a Cristo, concebeu seu Corpo Místico Total, i.e., a Cabeça, que é o próprio Cristo, e os membros, a Igreja. Nenhuma mãe concebe apenas a cabeça de seu filho. Nossa Senhora concebe, de modo místico, a toda a Igreja, e sendo os membros dessa Igreja constituídos em realeza pela graça, Maria, mãe de todos eles, Mãe da Igreja, também possui semelhante dignidade.
À objeção de que o culto a Maria Rainha se poderia desnaturar a ponto de nublar os atributos exclusivos de Cristo, pode-se responder com Santo Ildefonso: “De tal sorte, transfere-se para o Rei aquela honra que, em humilde tributo, se presta à Rainha.”[5]
A devoção a Nossa Senhora como rainha na espiritualidade oriental
Muito cara aos cristãos orientais, católicos ou não, é a devoção à Mãe de Deus. Foi no contexto da Pars Orientalis do Império Romano que as grandes disputas teológicas foram travadas, de modo que a defesa dos privilégios cristológicos e mariológicos deixou profundas marcas nas almas daqueles fiéis. Separando-se da autoridade de Roma em 1054, os cismáticos bizantinos, contudo, mantiveram sua teologia e piedade marianas.
Aliás, essa teologia e piedade marianas dos que passaram a se chamar “ortodoxos” lhes foram legadas pelos Padres da Igreja do Oriente, na época em que estavam unidos a Roma e submissos ao Papado. É o que se verá com as citações abaixo, todas da época em que os orientais e os ocidentais estavam sob a mesma Igreja.
Santo André de Creta, por exemplo, chama Maria de “Rainha de todo o gênero humano, porque, fiel à significação do seu nome, se encontra acima de tudo quanto não é Deus.”[6]
O Bispo São Germano, em oração a Nossa Senhora atribui-lhe o título de “Rainha e mais eminente que todos os reis”[7], enquanto o grande campeão da ortodoxia contra o iconoclasmo, o grande doutor de Damasco, São João, a venera como “rainha, protetora e senhora.”[8]. O mesmo São João Damasceno igualmente cognomina Maria “Rainha, Mãe do nosso bom Soberano.”[9]
O próprio hino Akhatistos, da tradição bizantina, cantado até hoje por milhares de cristãos cismáticos autoproclamados “ortodoxos” e por católicos de rito grego, explicita: “Vou elevar um hino à rainha e Mãe de quem, ao celebrar, me aproximarei com alegria, para cantar com exultação alegremente as suas glórias (...). Salve, rainha do mundo, salve, ó Maria, senhora de todos nós.”
Também outro hino mariano bizantino, o Agni Parthene, proclama Maria “Virgem pura e Rainha” e “Esposa e Rainha”, “Santíssima Mãe e Rainha”, dirigindo-se a ela, depois, com as ternas palavras “Imploro-vos, ó Rainha, e vos suplico.”
A devoção popular, a liturgia romana e a realeza de Maria
A liturgia ocidental não cansa de chamar Nossa Senhora de Rainha. Assim as antífonas para depois das Completas, no Ofício Divino: Ave, Regina Coelorum, Salve Regina, Regina Coeli. Muitas antífonas ao Magnificat, igualmente no Ofício, dão conta da realeza de Maria. Sem contar a Ladainha de Nossa Senhora, inclusive no Ritual Romano e no breviário, em que constantes títulos de realeza mariana aparecem.
O próprio rosário, em seu quinto mistério glorioso, convida-nos a meditar a Coroação de Maria como Rainha do Céu e da Terra.
São Bernardo de Claraval, o grande reformador do monasticismo ocidental, revelou-se um apóstolo da Virgem, e podemos nos indagar se esse não era o segredo de sua fecundidade espiritual. Foi ele um piedoso propagador da oração da Salve Regina, reconhecendo, pois, a realeza de Maria. Aliás, a essa tradicional oração, o santo cisterciense incluiu o “O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria” de seu final. Tal é a herança bernardina que os cistercienses, em seu rito litúrgico próprio, só rezam, como antífona mariana após as Completas, a Salve, que lhe era tão cara. O mesmo São Bernardo comumente chamava Maria de sua “augusta Soberana”. Isso é um grande sinal da dignidade régia mariana como a criam os medievos.
O Reinado de Maria nas obras de São Luís Maria Grignion de Montfort e de São Maximiliano Maria Kolbe
Alguns santos profundamente devotos da Virgem se referiram a um Reino de Maria. Não faltaram confusões na conceituação do que viria a ser esse reino, e mesmo acusações de gnose e milenarismo foram lançadas contra pensadores, como o Dr. Plínio Corrêa de Oliveira e o Mons. João Clá Scognamiglio Dias, EP, que se debruçaram sobre esse importante capítulo da mariologia.
Como veremos, de gnose e milenarismo esse ensino não tem nada. Acusar os defensores do Reino de Maria de tais heresias seria o mesmo que negar ortodoxia a São Luís de Montfort e a São Maximiliano Kolbe, que tanto falaram nesse Reino.
Convém deixar claro, nessa altura, que o Reino de Maria, embora se refira, em boa dose, a terreno da escatologia, i.e., ao tratado das últimas coisas, ele não é uma época de ouro e sem pecados, como que antecipando a Parusia. Tampouco é reinado carnal de Jesus Cristo por Maria.
O Reino de Maria é, antes de tudo, o que se inicia nas almas. É, em uma palavra, a própria vida da graça na alma. Quem é filho de Deus Pai e irmão de Jesus Cristo, é filho de Maria. Quem serve a Cristo como Rei, venera a Maria como Rainha. Impossível ser de outro modo!
Assim se expressa o santo de Montfort:
Ora, assim como o reino de Jesus Cristo consiste principalmente no coração ou interior da pessoa humana, segundo as palavras: ‘O reino de Deus está dentro de vós’, assim também o reino da Santíssima Virgem está principalmente no interior da pessoa, isto é, na sua alma. É sobretudo nas almas que ela é glorificada com seu Filho mais do que em todas as criaturas visíveis, de tal forma que podemos chamá-la com os Santos: Rainha dos corações.[10]
Mas, assim como as almas não estão fora dos corpos exceto na morte, e os homens, compostos de alma e corpo, vivem em sociedade religiosa e civil, também esse Reino de Maria, reflexo e, em certa medida igual, ao Reino de Cristo, deve se estender para estruturas externas. Maria, partilhando da dignidade de Cristo, deve reinar nas almas, mas também na Igreja e na sociedade.
Para melhor sublinhar essa realidade, a expressão “Reino de Maria” está, de modo especial, relacionado com uma idéia de uma era de triunfo da Igreja. Não é por outro motivo, que a visão de Fátima se interpenetra com a espiritualidade montfortina. A Virgem, nas aparições de 1917 aos pastorinhos de Fátima, anunciou que, depois da crise de fé, por fim, seu Imaculado Coração triunfaria.
O triunfo do Imaculado Coração da Virgem e o Reino de Maria não constituem, pois, eventos distintos!
Não se confunda esse triunfo de Maria, que não é outra coisa que o triunfo da Igreja e da Civilização Cristã, com o milenarismo, como falamos. O milenarismo é a doutrina errônea segundo a qual haverá um reino visível e carnal de Cristo na terra por um período de mil anos (literais ou metafóricos), entre a primeira ressurreição dos corpos dos justos e a segunda no Juízo Final. Há uma sua versão mitigada, que não afirma a separação de ressurreições nem o reinado carnal e visível de Cristo, mas apenas de modo espiritual, o qual, por sua vez, segundo o Santo Ofício, “não pode ser ensinado sem perigo.”[11]
O Reino de Maria, na linha de Montfort e de Fátima, não é esse reino milenar, mas apenas um período histórico, não sem ausência do pecado, em que se refletirá com maior grandeza o brilho da Igreja e dos valores cristãos. Não deixará de ser um símbolo daquele paraíso do qual Cristo abrirá as portas em sua Parusia e Juízo Final, e, por isso, há uma certa correlação entre as duas situações. O Reino de Maria, triunfo do Imaculado Coração, é a realização do lema de São Pio X: “instaurar tudo em Cristo.”Será a era em que a Igreja, Corpo Místico de Cristo gerado pela Virgem, influenciará de modo especialmente magnífico a sociedade, de modo a que os homens sejam verdadeiros súditos de Cristo Rei e de Maria Rainha. Uma época de esplendor, mas em que o pecado e o mal continuam a existir, distinta, portanto, de qualquer “reino visível e carnal” milenarista, e mesmo anterior à Parusia e até ao domínio do Anticristo (que, historicamente, virá antes da Parusia). Chegar ao Reino de Maria não importa em contar as horas para o Juízo Final...
Esse período predito por São Luís de Montfort já fora ensinado por São Boaventura, o grande Doutor da Ordem Franciscana, como uma vitória temporal da Igreja Católica no mundo e na história, uma paz que não é a eterna que virá no fim do mundo, mas que Deus instituirá na terra como descanso após tanta perseguição à Igreja, ao Papa e aos católicos. E não é isso que vemos hoje, quando contemplamos a verdadeira orquestração e estrondo publicitário contra o Sumo Pontífice? É dessas lágrimas que Deus procurará nos consolar com um temporário e humano Reino de Maria.
O Reino de Maria é a vitória, ainda que temporária e mero símbolo antecipatório da verdadeira e definitiva vitória final na Parusia, dos direitos de Deus e da Igreja. É o que rezamos, como católicos e apóstolos, na Oração a Cristo Rei, rezada tradicionalmente em ação de graças após a Comunhão, e que vem em anexo de muitos breviários: nos comprometemos, em virtude de nosso Batismo, a lutar para que triunfem, por todos os meios possíveis e lícitos ao nosso alcance, os direitos de Deus e da Igreja! Quando isso acontecer, será o triunfo do Imaculado Coração.
Desaparecerão então as lutas de classes e a humanidade aproximar-se-á, quanto é possível nesta terra, da felicidade, de uma antecipação daquela felicidade rumo à qual cada um de nós já tende naturalmente, vale dizer, à felicidade sem limites, em Deus, no paraiso.[12]
São Luís de Montfort, no Tratado já aludido, mostra bem que o Reino de Maria não será a vitória definitiva, porém uma era de luzes para a grande Civilização Católica fundada sob as bases da Igreja:
Sim, querido irmão, quando chegará esse tempo feliz, essa era de Maria, em que muitas eleitas que terá obtido do Altíssimo, mergulharão voluntariamente no abismo das suas próprias entranhas, tornando-se cópias vivas de Maria, para amar e glorificar Jesus Cristo?[13]
É esse Reino que São Maximiliano Kolbe, frade franciscano conventual que foi mártir sob o nazismo, chamava de “era da Imaculada”. E as ideologias pagãs, totalitárias, anticristãs do comunismo e do nazismo, enfrentadas pelo santo, eram uma mostra da perseguição à verdade e à religião divinamente instituída. Daí que fossem parte do sofrimento pelo qual viria o Reino de Maria.
O carisma de São Maximiliano Kolbe, frade franciscano conventual, ai fundar sua Milícia da Imaculada era claramente a “a instauração do misericordiosíssimo Reino da Imaculada sobre a terra.” Igualmente, esse apóstolo do Reino de Maria nos deixa consignado, ele que viveu no século XX: “Vivemos numa época que poderia ser chamada o início da era da Imaculada. Sob o seu estandarte haverá de combater-se uma grande batalha e haveremos de hastear as suas bandeiras sobre as fortalezas do rei das trevas.”
Kolbe estava profundamente convencido de que estávamos já iniciando esse Reino de Maria, e conclamava os seus discípulos a combater uma grande batalha espiritual ao fim da qual hasteariam, com fé e vigor, “as suas bandeiras sobre as fortalezas do rei das trevas. E a Imaculada tornar-se-á Rainha do mundo inteiro e de cada alma individual.”[14]
São Luís Orione fala também desse triunfo do Imaculado Coração, como um período em que o catolicismo,
cheio de divina verdade, de caridade, de juventude, de força sobrenatural, levantar-se-á no mundo, e colocar-se-á à frente do século renascente, para conduzi-lo à honestidade, à fé, à felicidade, à salvação.[15]
Não é essa tese heterodoxa, pois o Romano Pontífice mesmo a professou, quando instituiu a festa de Nossa Senhora Rainha, de que nos ocupamos no presente artigo. A consagração do gênero humano ao Coração Imaculado de Maria, como pedida em Fátima, nos mesmos sucessos em que aquele Coração era predito que triunfaria, seria, segundo Pio XII, “a grande esperança de que possa surgir uma nova era, alegrada pela paz cristã e pelo triunfo da religião.”[16]
Se o Reino de Maria é um símbolo do futuro Reino de Deus após o Juízo Final, por sua vez, a coroação da Virgem quando de sua Assunção aos céus, tal qual meditada no santo rosário, é como que uma antecipação do Reino de Maria escatológico. Tal ensino é confirmado pelo Magistério, como neste ponto da Rosarium Virginis Mariae, de João Paulo II, aliás, um escravo de Nossa Senhora pelo método de São Luís de Montfort: “Ela resplandece como Rainha dos Anjos e dos Santos, antecipação e ponto culminante da condição escatológica da Igreja.”[17]
A coroação de Maria no mês de maio e a festa de Nossa Senhora no calendário litúrgico
O mês de maio é tradicionalmente “consagrado a Maria Santíssima pela piedade dos fiéis”[18], e, portanto, objeto de importantes devoções à Virgem. É nele que se intensificam os rosários públicos, que os mistérios marianos ocupam as meditações diárias, Missas votivas em honra de Nossa Senhora são celebradas nos dias liturgicamente livres, flores são colocadas nos retábulos e oratórios, visitas a santuários da Mãe de Deus são feitas, e crianças vestidas de anjos saem em procissão para coroar imagens de Maria.
No hemisfério norte, em que se situa a Europa da qual herdamos o cristianismo, maio é o mês primaveril por excelência. Alguns viram nisso uma explicação para a tradição dedicá-lo a Nossa Senhora: é ela a mais bela das flores de todo o jardim criado por Deus. E a primavera cristã que nos chega por Maria aparece depois do inverno do pecado.
Justamente pelo costume de coroar-se a imagem da Virgem no último dia do mês de maio, é que o Papa Pio XII, refletindo sobre a realeza de Maria em sua Carta Encíclica Ad Caeli Reginam, instituiu sua festa naquela data. O dia 31 de maio, portanto, foi escolhido pelo Pontífice para a Festa de Nossa Senhora Rainha, com Missa e Ofício próprio, além da recitação pública da Consagração do Gênero Humano ao Imaculado Coração de Maria – à semelhança da consagração do mesmo gênero humano ao Sagrado Coração de Jesus nos dias do próprio Sagrado Coração e de Cristo Rei. As palavras do Papa foram claras, após dar as diretivas do que se deveria fazer no dia 31 de maio e o sentido da festa: “Tudo isso nos incute grande esperança de que há de surgir nova era, iluminada pela paz cristã e pelo triunfo da religião.”[19]
Notemos como o Pontífice une a noção da realeza de Maria com a era do triunfo da Igreja. Essa época de paz cristã e de vitória da religião cristã – que não é ainda a vitória definitiva nem se confunde com um suposto milênio em que Cristo reine materialmente – só se dará porque nela Maria reinará. Falar em Nossa Senhora Rainha é pensar no triunfo temporal do catolicismo. É Pio XII mesmo quem diz isso, confirmando o ensino de São Luís de Montfort, de São Maximiliano Kolbe, e da própria Virgem de Fátima. Maria é Rainha e, honrada como tal, nos fará chegar o seu Reino, que se caracteriza, no dizer do Papa “pela paz cristã e pelo triunfo da religião”, triunfo esse que é tão próprio do caráter régio de Nossa Senhora que ela não hesitou em chamar de “triunfo de seu Imaculado Coração”.
Mais tarde, o Papa Paulo VI, ao fazer a reforma do rito romano, reordenará o calendário litúrgico, passando a festa de Nossa Senhora Rainha para o dia 22 de agosto. Isso porque antes da reforma litúrgica, o dia 22 de agosto era reservado à festa do Imaculado Coração de Maria, e agora esta última passaria para o sábado seguinte ao Sagrado Coração de Jesus. O Sagrado Coração e o Imaculado Coração estariam mais próximos também na comemoração. Entendeu bem o Papa que a vacância de 22 de agosto deveria ser preenchida com a festa da realeza de Maria, e vemos nisso um sinal de que Paulo VI também cria no ensino de Montfort, de Kolbe e de Fátima: para o Papa, a realeza de Nossa Senhora se manifestará mais propriamente pelo triunfo do Imaculado Coração, e por isso colocou a festa da Rainha no mesmo dia da antiga festa do Coração quando este mudou de data. A transferência da festa de Maria Rainha para 22 de agosto, outrossim, aproximou-a de uma solenidade mariana da máxima importância: 15 de agosto, Assunção, que, aliás, é o momento máximo do reconhecimento de sua condição régia, quando é coroada por Cristo, pelos anjos e pelos santos, com doze estrelas, e proclamada Rainha do céu e da terra!
É de se constatar também que o antigo 31 de maio não ficou vazio em seu conteúdo mariano. No lugar de Nossa Senhora Rainha, que passou, como vimos, para o 22 de agosto, que, por sua vez, era a antiga festa do Imaculado Coração – e que, enfim, foi deslocada para o sábado após o Sagrado Coração –, no lugar de Nossa Senhora Rainha, dizíamos, está hoje a memória da Visitação de Nossa Senhora, que comemora a solicitude de Maria à sua prima Santa Isabel.
Será isso um sinal da Igreja, em seu calendário litúrgico, unindo a Visitação da Virgem à antiga festa da realeza mariana, como que a dizer que a Rainha nos virá visitar em uma era de paz e de, nas palavras de Pio XII, “triunfo da religião”? Não sabemos, mas tudo parece se encaixar perfeitamente...
Cristo Rei e Maria Rainha
Os Papas não cansaram de louvar Maria como Rainha. Não olvidemos o grande Papa Sisto IV, em sua Bula Cum Praeexcelsa, de 28 de fevereiro de 1476, em que explica ser Maria uma “rainha sempre vigilante, a interceder junto ao Rei, que ela gerou.” Também Pio IX, Leão XIII e Pio XII a chamam rainha do mundo, rainha do universa, rainha do céu e da terra. Paulo VI, em sua Encíclica Christi Matri Rosarii, de 15 de setembro de 1966, chama-a “Rainha da paz”. O mesmo Pontífice chega a declarar que Maria é “aquela que, sentada ao lado do Rei dos Séculos, resplandece como Rainha e intercede como Mãe.”[20]
Dentre as novas espiritualidades surgidas na Igreja nos séculos XIX e XX, muitas delas destacam-se à promoção específica do Reinado do Sagrado Coração de Cristo Rei. Destacam-se os padres do Sagrado Coração (dehonianos), o Apostolado da Oração liderado pelos jesuítas (tão propagado no Brasil pelo incansável devoto do Sagrado Coração, Pe. Bartolomeu Taddei, SJ), o Regnum Christi, braço leigo dos Legionários de Cristo, entre outros. E algumas dessas espiritualidades, como os Arautos do Evangelho, a Arca de Maria, a Milícia da Imaculada etc, consagram-se ao estabelecimento do Reino de Cristo nas almas e na sociedade mediante a explícita referência ao Reino de Maria.
Cristalino é o carisma do Servo de Deus Pe. José Kentenich, palotino que fundou a família religiosa de Schoenstatt, dedicado à promoção da realeza de Maria Santíssima, venerada sob o inequívoco título de “Mãe e Rainha Três Vezes Admirável”.
A pregação do Reino de Cristo, que se consumará na Parusia, mas que começa nas almas desde o início do cristianismo, é indissociável da meditação no Reino de Maria. O triunfo do Imaculado Coração de Nossa Senhora, período de luzes para a expansão da Igreja e consolidação da fé, após um período tenebroso, é como que um refrigério a confirmar que, após toda a história do homem na terra, vindo o Anticristo, este perderá, junto com seu chefe, Satanás, e, então, vindo Jesus Rei em glória, iniciará, aí, sim, a consumação do seu Reino, do qual a era da Imaculada é um sinal.
Para que venha o Reino de Cristo, ensinava Montfort, ansiemos pelo Reino de Maria! E ansiaremos por esse Reino se praticarmos a legítima piedade mariana: honrando a Mãe de Deus, pedindo sua intercessão e imitando suas virtudes. Renovemos, enfim, a consagração da humanidade ao seu Coração Imaculado, como pedido por ela mesma em Fátima, para que ele triunfe!
Rafael Vitola Brodbeck, casado e pai de família, é Delegado de Polícia no Rio Grande do Sul, atua na direção do site Fortes in Fide, e coordena o Salvem a Liturgia, sendo responsável nesse site pelos textos sobre erros litúrgicos, incentivo ao latim, e comentários sobre rubricas e normas. É membro da Sociedade Internacional Santo Tomás de Aquino (SITA/Roma), e da Academia Marial de Aparecida. Desde 1998, é incorporado ao Regnum Christi. Ministra palestras sobre temas litúrgicos e doutrinários, bastando contatá-lo pelos e-mails: rafael@salvemaliturgia.com, vitola@fortesinfide.com.br e rafael.brodbeck@fortesinfide.com.br
[1] Concílio Ecumênico Vaticano II. Constituição Dogmática Lumen Gentium, de 21 de novembro de 1964, 59
[2] Pio XI. Bula Ineffabilis Deus, de 8 de dezembro de 1854, in Denzinger, 2803
[3] Pio XII. Constituição Apostólica Munificentissimus Deus, de 1º de novembro de 1950
[4] SÃO LUÍS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem, 38
[5]De virginitate perpetua sanctae Mariae, cap. XII: PL 96, 108.
[6]Homilla IIIin Dormitionem Ss.mae Deiparae: I PG 98, 303A
Cân. 750 – § 1. Deve-se crer com fé divina e católica em tudo o que se contém na palavra de Deus escrita ou transmitida por Tradição, ou seja, no único depósito da fé confiado à Igreja, quando ao mesmo tempo é proposto como divinamente revelado quer pelo magistério solene da Igreja, quer pelo seu magistério ordinário e universal; isto é, o que se manifesta na adesão comum dos fiéis sob a condução do sagrado magistério; por conseguinte, todos têm a obrigação de evitar quaisquer doutrinas contrárias.
§ 2. Deve-se ainda firmemente aceitar e acreditar também em tudo o que é proposto de maneira definitiva pelo magistério da Igreja em matéria de fé e costumes, isto é, tudo o que se requer para conservar santamente e expor fielmente o depósito da fé; opõe-se, portanto, à doutrina da Igreja Católica quem rejeitar tais proposições consideradas definitivas.
Cân. 752 Não assentimento de fé, mas religioso obséquio de inteligência e vontade deve ser prestado à doutrina que o Sumo Pontífice ou o Colégio dos Bispos, ao exercerem o magistério autêntico, enunciam sobre a fé e os costumes, mesmo quando não tenham a intenção de proclamá-la por ato definitivo; portanto os fiéis procurem evitar tudo o que não esteja de acordo com ela.